Wednesday, October 21, 2015

Cobija, una verde totalidad

mediados de 2014 visité Cobija por trabajo. Me contrataron para hacer el guión de unos cómics y, para tener una mejor idea de lo que debía guionizar, quienes me contrataron creyeron que lo mejor era que conociera aquella ciudad.
No quiero dar más detalles del asunto del trabajo porque hasta ahora no me pagaron. Prefiero creer (como cuando eres escritor y te invitan a escribir para un periódico) que el viaje fue el pago: no sólo de dinero vive el hombre, ¿no ve?
Fue un viaje muy especial. Era la primera vez que me subía a un avión. Era la primera vez que visitaba una ciudad por la que siempre sentí mucha curiosidad. Me sentía casi un explorador que parte en una expedición que busca Eldorado y sabe que no encontrará, oro sino otro tipo de fortuna, el camino. Y fue, también, la primera vez que pisé suelo brasileño (Epitaciólandia y Brasiléia).
Llegué algo tarde al aeropuerto (tan acostumbrado a que las flotas, tan pacientes ellas, lo esperen a uno) y tuvimos que correr con mi acompañante para hacer el check in. El primer avión al que subí en mi vida parecía un lápiz (creo que la cocina de mi casa podría haberle servido de garaje) y en él cabían 12 o 14 personas sentadas cada una al lado de una ventanilla; sin mucho esfuerzo uno podía ver todo lo que hacían y dejaban de hacer el piloto y el copiloto.
Me llamó la atención ver a tantas personas hacer la señal de la cruz en el pecho (he olvidado cómo se llama ese gesto católico de autobendición y / o encomienda). Mientras pensaba que en realidad sus cruces estaban invertidas (fíjense bien, ¡siempre lo están!) e imaginaba que la autobendición podría salir al revés para todos nosotros, el avión empezó a ascender. Mi acompañante cerró los ojos y se encerró en sus audífonos, "soy claustrofóbico”, me dijo, "hablamos luego”.
Cualquier miedo que pudiera haber nacido en mí se diluyó cuando apareció la maravilla en mi ventanilla. ¿Cuál era esa maravilla? Ver todas las cosas que se ven cada día de una manera totalmente distinta; ver el territorio de las hormigas, tantos hormigueros, y en realidad estar viendo tu propio territorio.
Cuando llegamos a Trinidad (allí debíamos cambiar de lápiz), al bajar los peldaños del avión, sentí una inundación de calor y tuve la impresión de que el frío que nos había acompañado desde La Paz acababa de ser asesinado a cuchilladas.
Luego llegamos a Cobija, La perla del Acre, y una camioneta nos esperaba para llevarnos al hotel. Las habitaciones eran unas cabañas individuales rodeadas de selva y nada apagaba el sonido de la naturaleza, sonido que, descubriría más tarde, por las noches se incrementaba.
Cuando te acostumbrabas a él, es música, la música de la vida: los que emergen de lo oscuro, los que permanecen en las ramas, los que vuelan, los que se arrastran, los que matan para vivir, los que mueren para que otros vivan; así, incesantemente, un ciclo que se cierra para volver a abrirse y encerrar, en su centro, el todo.
Siempre recuerdo los pocos días que pasé en Cobija con cariño. No hay nada como sentir, en la garganta y luego en el alma, el frío de la chicha de maní o del jugo de coco o del somó después de haber caminado cuadras y cuadras bajo el calor amazónico. ¡Qué sensación!
También recuerdo que probé uno de los mejores arroces de mi vida en algún restaurante cercano al mercado. Y, hablando de comida, recuerdo que, cuando quise probar de las parrillas que suelen hacer los cobijeños al caer la tarde, me encontré con un habitante muy particular de aquellas tierras verdes. Cuando lo vi, levanté los pies y la cocinera me preguntó: "¿Qué es?”. Sólo supe decirle: "Una vinchuca” y ella se aproximó a observar la veloz cucaracha gigante que peleaba con otros insectos medianos por el dominio del territorio bajo mi mesa.
"Es un chulupi, nomás”, me dijo y, al ver que no bajaba los pies, lo espantó con sus manos (bueno, "espantar” es un decir, el amigo chulupi decidió acompañarme a cenar) y me preguntó: "usted es de La Paz, ¿no?”. Asentí, mientras continuaba comiendo el asado que, por cierto, estaba buenísimo.
Pero no todo lo que hice en Cobija fue comer, no. Inauguraban un bello coliseo cerca del Parque Piñata y, sin necesidad de burlar a las fuerzas de seguridad con habilidades matrix, llegué a sentarme a un borde de la cancha de futsal, al lado de la Miss Pando (suspiro), para ver un partido que enfrentaba al equipo presidencial con el equipo de la Universidad Amazónica de Pando (el año pasado el Universitario de Cobija estaba en la Liga, ojalá vuelvan pronto). Buen partido, para qué.
Por aquella época, también, mi amigo Eduardo Lima tenía un programa deportivo en la radio, Código Fútbol, y quise entrevistar a don Evo Morales para su programa, pero no lo logré: cuando acabó el partido, salió veloz y rodeado por su cuerpo de seguridad. Pero sí pude entrevistar al gran Gatty Ribeiro que había jugado en el equipo rival y que ahora es alcalde de Cobija y también a don Ludwing Arciénega, rector y presidente de la "U”, quien, muy amablemente, me recibió en su casa al día siguiente. Fue triste volver, pero los aviones no saben de esperas. Volví en un BoA, con conexión Cochabamba, y fue distinto, esos aviones no caben en mi cocina. Mientras viajaba recuerdo que pensaba que debía aprender portugués (tuve algunas dificultades en el supermercado brasileño; no hay supermercados en Cobija) para mi próximo viaje al Brasil. No cumplí. Cumpliré. Debo retornar a Pando algún día.

No comments:

Post a Comment